miércoles, 30 de marzo de 2011

Algunas consideraciones



La fotografía es de Maya Goded

El texto de ayer titulado Refugio me plantea algunos interrogantes, supongo que como a cualquier lector, sobre los que me gustaría hacer varias observaciones:

-En primer lugar está planteado como un proyecto de texto definitivo, de historia por escribir, que en ningún caso, por supuesto, se escribirá. Eso me permite acumular anotaciones sin la elaboración narrativa que uno espera cuando le cuentan algo, cuando va a contar algo. Este artificio abre otra vía de fingimiento de la verdad:

“La idea es buscar refugio dentro y fuera…”, como frase con la que se empieza, luego: “Es un proyecto que aún no está materializado.”, más adelante se hacen referencias a la idea de cómo tienen que discurrir los acontecimientos y el cierre: “Pero aún estamos en la fase inicial, cuando sólo hay un boceto.”
Esas frases se refieren a la historia que se va a desarrollar en el relato, que consiste en la puesta en escena de un crimen, pero también hacen referencia a los puntos sobre los que se sustentará ese texto definitivo que está todavía sin escribir.

-En alguna ocasión anterior he hablado de mis reticencias sobre el planteamiento de los procesos sicológicos para explicar a los personajes: “El detonante tendrá que proceder de un acto más allá de la sicología del individuo…” En este sentido me gustaría echar mano aquí del concepto de hybris de los griegos antiguos, que entendían muy bien los actos de “locura”, de desmesura, de desear mucho más que la parte que toca. ¿Cómo explicar la violencia, en particular la de género?. Ya he escrito en otra ocasión algún relato sobre el asunto mucho más asequible desde el punto de vista de la escritura y la lectura. La violencia de género no se explica sólo por su categorización. Planear el crimen, y planear el relato del mismo, como si fuese la puesta en escena de la tragedia, es un paso para tomar conciencia de lo que ese acto es. La distancia, la apelación al intelecto y no a los sentimientos básicos es fundamental para querer comprender.

-Tengo algunos referentes:

La siquiatrización de los individuos y de las conductas no basta. Por ejemplo, Leopoldo María Panero, que vive en el Hospital Psiquiátrico Insular de las Palmas, cuando escribe en Acéfalo (Proyecto de Cuento): “Sin la concesión a la humanidad que supondría explicar el proceso psicológico que lleva a il conte a devorar a su hijo muerto, explicación que sería inútil, a más de falsa, dado que la decisión de hacerlo ha de cortar inevitablemente toda continuidad psicológica, vemos a Ugolino en el acto de hacerlo, devorando a Gaddo sin apenas darse cuenta de ello.”

Por otra parte Andrés Rabadán, autor de Historias desde la cárcel, que hace unos 16 años mató a su padre con una ballesta, afirma: "Soy culpabe, lo reconozco abiertamente. No me escondo, no iba drogado ni bebido. Mis problemas de entonces no eran más graves que los vuestros de hoy en día. Cabalgaba desbocado a lomos de mi ira. Un grave peligro. La cárcel era necesaria, no digamos que no. Me consta que, explicado así, parezco el psicópata que he negado ser. Sí, es un callejón sin salida, un embrollo. Era y no soy. Soy y no era".


-Finalmente, mi modesto texto es una reacción contra una corriente efectista y melodramática de la literatura, que tantas ganancias y réditos está reportando, en títulos como “El niño del pijama de rayas” (e imitadores). Ningún narrador medianamente exigente se aproximaría a asuntos tan complejos y dolorosos con mecanismos tan burdos como lo está haciendo cierta literatura. Sabemos ya lo suficiente como para trabajar con los materiales de otras formas, que nos ofrezcan también aproximaciones nuevas a esa “verdad” que buscamos, esté donde esté.

martes, 29 de marzo de 2011

Refugio



La fotografía es de Jordi Cohen

La idea es buscar refugio dentro y fuera, en los ojos de los demás viajeros del subterráneo, por ejemplo. Es un proyecto que aún no está materializado. El detonante tendrá que proceder de un acto más allá de la sicología del individuo que se convierta en protagonista del relato. Una mujer se desnuda y abre los brazos delante de un espejo, una animal chilla en mitad de la calle. ¿Cómo habrá llegado este cerdo hasta esta calle? El cerdo lleva un cuchillo clavado en el cuello, es un surtidor, una fuente de sangre que cubre la acera y salpica las ruedas de los vehículos. Una mujer desnuda con un cuchillo en el cuello sale a la calle gritando que la quieren matar. Más bien ya está muerta, por mucho que chille como un animal traspasado por el miedo. La idea es actuar con total naturalidad, atraer con cualquier engaño a la calle a los servicios municipales de limpieza para que eliminen los rastros del crimen, las huellas. La idea es caminar con total naturalidad hasta la boca del metro y entrar para no volver a salir. Al menos vivo. El infierno es ese lugar cálido en el que los demás nos acogen, nos aman, nos amasan. El infierno está lleno de pasillos y corredores, de vías, de pasajeros, de músicos ambulantes. Una parada con un quiosco para desayunar unos donuts, un periódico gratuito, la compañía silenciosa, amarga y somnolienta de quienes podrían salir mañana a la calle con un cuchillo en la garganta gritando que se les va la vida cuando ya se les ha ido. El protagonista encuentra su refugio en ese infierno de bienestar del metro, en las esperas, los trayectos, las miradas ausentes, las luces que se comen los túneles. Arriba ha dejado una obra de arte sobre la vía pública, arte viviente. Una mujer que abre los brazos se quiere abrazar a un transeúnte que lleva los codos pegados al cuerpo, cosidos. Una mujer que se desangra como un animal al que el matarife le ha dado la cuchillada. No encuentra refugio, le parece que se hubiera perdido en un confín helado, porque su cuerpo pierde calor por el chiate de sangre. La mujer trata de encontrar refugio, de ver si en los demás tiene un hueco, ¿qué hueco le queda a una mujer ensangrentada con los brazos abiertos? Pero aún estamos en la fase inicial, cuando sólo hay un boceto.

lunes, 28 de marzo de 2011

Metamorfosis



1

Desperté pequeño, peludo, lleno de dientes, sin habla, no sé si con más luces que las de un bicho, pero os voy a contar lo que hice. Me echo de menos, la verdad sea dicha, así, porque me di primero la buena vida y luego la vida sin más. Busqué refugio cerca de los hombres, de las mujeres que siempre me habían gustado tanto. Ahora me gustaba meterme en sus bolsos de lujo. Mi cuerpo rechazaba lo que no fuesen primeras marcas, materiales nobles, acabados exquisitos. Me echaba a dormir la siesta en sus zapatos. Iba de vestidor en vestidor por las mansiones de aquella exclusiva urbanización, en la que había pasado los últimos meses de mi vida, hasta que me levanté una mañana y me encontré convertido en una rata.

2

Yo conocía las casas, los dormitorios en los que había estado en compañía de las mujeres que ahora dormían ajenas a mi peluda presencia de alimaña asquerosa. ¿Habría trotado antes de mí alguna otra rata por aquellos brillantes suelos? No me lo pareció, pero eso no quería decir nada. La primera noche me instalé en la caja de un sombrero, cuyo perfume reconocí haber saboreado en la anterior etapa de mi vida.


3

Dejé rastros, cagadas, roeduras. Hasta que se empezó a temer lo peor, que yo podía existir. Una noche alguien abrió la puerta de mi madriguera y metió una mano que llegó hasta mi lomo caliente, palpitante. Aquellos dedos se encogieron de improviso, pero no tan rápido como para evitar mi dentellada.


4

Me había acostumbrado a los forros de raso, a los lechos de moer, a las blanduras de esos placeres que debilitaban en un sólo día a los hombres endurecidos en mil batallas. Mis mil batallas habían sido las piscinas de la urbanización, cuyo mantenimiento me había dado ocasión de exhibirme ante sus ociosas dueñas. Pero una mañana desperté en mi cuarto de barrio y comprobé que mi futuro de guapo se había esfumado. Por mis venas corría la sangre que sabe encajar todos los reveses y contratiempos. Sería una rata, y qué.


5

Un día cierto vaho tóxico me enturbió los sentidos y se me aflojaron las patas. Empecé a huir. Pasé de las mansiones más lujosas a otras que tenían las piscinas más pequeñas. Y de ahí, sin volver la vista atrás, jornada tras jornada, acabé en una urbanización con una piscina comunitaria. Allí sí que había muchas más ratas. Ya antes había dado con alguna en mi camino. Gran sorpresa la mía fue descubrirme hembra.


6

La vida regalada había quedado atrás y mi cuerpo se había olvidado de las ternuras de los bolsos caros, de los cajones llenos de sedas. Mi vientre se había ido inflando y no me importaba andar entre desperdicios buscando comida. Una noche me introduje en el hueco de un ascensor e inicié el ascenso a través de los agujeros de la pared y los cables sobresalientes. Luego busqué acomodo en un dormitorio vacío. No tenían pelo y sus ojos y oídos estaban cerrados. En un primer momento me dieron asco, pero enseguida empecé a hacer todo lo que podía para sacarlas adelante en los próximos días.

La rata de la pintada es de Bansky

domingo, 27 de marzo de 2011

Los II Premios Revista de Letras


Aquí tenéis un enlace con el resultado de Los II Premios Revista de Letras. Enhorabuena a los ganadores, que han sido:

-"Un esqueleto en el escritorio", en la categoría de mejor blog internacional de creación y/o crítica Literaria.

-"Bosque de luciérnagas", que obtuvo el premio al mejor blog nacional de creación.

-"El lamento de Portnoy", como mejor bog nacional de crítica literaria.

- y Javier Celaya, que recibió el premio especial de divulgación por su labor como director de dosdoce.com. ¡Enhorabuena a todos!

La fotografía es de AlexandFelix

viernes, 25 de marzo de 2011

Idiotas



La fotografía de Berlusconi es de Platon Antoniou

Aquí estuvo un hombre así, como el que usted me describe, era simpático, y siempre sonreía al acabar sus frases, que eran muy cortas. Como si te dejase pensar en todo eso que tú ya sabías, que él también sabía, por lo que no era necesario añadir nada más, a buen entendedor, ya se sabe; uno se sentía cómplice, por supuesto, pero no siempre se sabía muy bien en qué inescrutable saber uno había sido iniciado. Sí, se quedó a vivir, yo entonces era muy joven y trabajaba en una ferretería. La primera vez que lo vi me pidió unos clavos con una sonrisa que parecía sugerir que tenía en su casa un Caravaggio descolgado y lo quería poner en una pared de su dormitorio. Era un tipo presumido, había algo de su físonomía de lo que se sentía muy orgulloso, eso era evidente, pero no sabría precisarle más. Se limitaba a sonreír y a dejar que la generosidad de los demás trabajase. Por supuesto, tuvo éxito entre nosotros. Por aquí habían sucedido cosas muy graves y la gente apenas sonreía, sintiéndose muchas veces culpable de tanta desgracia, pero qué hemos hecho para merecer esto, decían en voz alta, grandilocuente, con una pomposidad teatral que a algunos no nos sentaba bien. Él a veces, cómo le diría yo a usted, se paseaba por la alameda con cierto aire sanador, como si levitara con su sonrisa permanente, con una modestia falsificada, embaucadora, pero de qué lo íbamos a acusar que no nos acusase a nosotros de envidiosos. La verdad es que le hacía bien al pueblo. Cuando empezó a cortejar a una de las muchachas hizo lo posible por no lastimar a las otras. Qué bueno es el nuevo médico, decían todos, pero don Anselmo, que era el saliente por jubilación, lo tenía más que calado. No le hacía falta a don Anselmo decirme nada para que yo lo viese en él, en sus ojos. Al principio lo expresamos sin palabras, sólo con un par de movimientos de la cabeza. Pero llegó el momento de decir abiertamente lo que pensábamos. ¿Pero cuáles son las proezas que ha realizado este hombre?, pregunté yo de forma retórica una vez delante de don Anselmo, al paso del otro por la calle. ¿No ve usted cómo camina? A mí lo que me jode, dijo don Anselmo de un modo impropio en él, es cómo te da a entender lo que quiere decir con esos silencios cómplices. En esos momentos lo estrangularía, añadió. Miré a don Anselmo, al que jamás había oído expresarse de manera semejante. ¿Cómo se llamaba? El caso es que no recuerdo cuál era su nombre. Pero era él sin duda. De lo que le estoy contando hace ya más de cincuenta años, que se dice pronto, Dios mío. Se casó con una de las muchachas, ahora no sabría decirle cuál, y se marchó pronto del pueblo. Lo recuerdo perfectamente: mientras se subía al tren se comportó como si estuviese a punto de emprender un viaje alrededor de la tierra. La verdad es que yo creo que un poquito de envidia sí que nos provocó a don Anselmo y a mí. Fue la última vez que lo vi. Luego yo hice mi vida y don Anselmo descompuso la suya, que fue lo que le pidió el cuerpo en la vejez. En los primeros tiempos llegaron algunas noticias del doctorcito, pero sí he decirle la verdad no las recuerdo. A mí lo que me impresionó del tipo fueron aquellas maneras suyas, suaves y sonrientes, que le servían para rematar la vulgaridad de todo cuanto decía, como si lo anodino no fuese otra cosa que la manifestación de secretos y sobreentendidos de la inteligencia. Y puede que tuviese razón, mire lo que le digo. Don Anselmo no era menos idiota. Yo era muy joven para darme cuenta, pero sé que don Anselmo se dio cuenta. Y creo que hizo bien en echarse a perder de aquella manera después de haber llevado una vida mediocre, ejemplar. Lo sacaron del burdel inflado como un tonel de ginebra antes de que el colapso le sobreviniese.

P.S.

No soy muy dado a las citas porque me parecen un síntoma de grandilocuencia. Pero por paradoja voy a poner al final de este cuentecillo una que resume bien la idea matriz del texto: " Se puede ser breve sin caer en el efecto de brevedad característica de cierta grandilocuencia: en la medida en que se es breve sin afectación, es decir, sin sugerir al mismo tiempo que uno se mantiene lacónico de manera deliberada para hacer sentir a los demás cuánto podría decir todavía sobre tal o cual cosa." (Pág. 120 de Lo real. Tratado de la idiotez, Clément Rosset, Pre-Textos, 2004)

miércoles, 23 de marzo de 2011

Viaje por mar



La fotografía es de Adam Clutterbuck

1

Tengo un atlas que perteneció a mi abuelo. Pero mi abuelo nunca supo lo que era un atlas. No sé si lo supo. Supongo que no lo supo. He comprado el atlas hace unos días en una librería de ocasión. En él figura escrito a mano el año en el que mi abuelo murió. Aquel año en el que imagino que me regaló el atlas sabiendo que su muerte estaba cerca para que nunca me olvidase de él. Nunca me he olvidado de él, pero lo he conseguido sin el atlas que compré hace unos días pensando que podría ser un atlas que mi abuelo me hubiera regalado para que lo recordase.


2

Con los ojos cerrados he señalado un punto del atlas. Ahí quiero ir. Pero lo quiero hacer caminando. Quiero caminar por el papel hasta llegar a ese lugar y bañarme en una playa. Camino con los dedos por encima de los países, paso las fronteras sin ningún tipo de dificultad, llego y me acuesto en una calle, donde hay otros hombres dormidos, al menos recostados contra los muros, descansando. Abro los ojos y veo que el punto que marqué con un lápiz está en medio del mar. Ahí es donde quiero ir, pero tendré que enrolarme como marinero. Sé que un día mi sueño se cumplirá en forma de naufragio.


3

Mi abuelo pocas veces levantó la vista de la tierra en la que escarbaba. Y cuando lo hizo fue para echarse un trago de aguardiente gaznate reseco abajo. Cuando se murió lo pusieron en un nicho alto, lejos de la tierra. No sé si eso estuvo bien o mal. Pocas veces, muy pocas, hizo un viaje. Conoció el mar, pero nunca se bañó en él. Y que conste que yo no sé si mi abuelo conoció el mar, pero en fin, no le pillaba tan lejos, lo hubiera podido conocer. De lo que estoy más que seguro es de que nunca metió su cuerpo en el mar, así que no me queda más remedio, por simple justicia, que hundirme entre las olas.


4

Un día mi abuelo me llamó a su cama y me sentí en ella como en una nave. De lo que ahora estoy seguro es de que entonces yo aún no había visto el mar. No obstante, abajo las olas de la oscuridad se agitaban, los gatos iban y venían con sus rabos tiesos como animales de la profundidad. Mi abuelo olía a tierra, a muerto, y yo quería saltar de la cama, arrojarme a las olas, que los gatos me transportasen como a un ser marino.


5

En mitad del océano de mi sueño intento aferrarme a cualquier reliquia del naufragio con tal de no hundirme, porque todavía no he aprendido a nadar. Hay un leño flotante a mi lado al que me agarro. Es un sarmiento seco del tamaño de un hombre, me salvo. Abro los ojos. Llamo a mi hijo, que me aúpa a su hijo hasta la cama. El chiquillo quiere escapar de allí, pero antes de que se marche le entrego un atlas. Me mira con sus ojos grandes como platillos volantes, acuosos como la superficie esplendente de una piscina y sale corriendo, con esa torpeza en tierra firme de quienes han pasado mucho tiempo a bordo de un navío.

martes, 22 de marzo de 2011

El arte de los pobres diablos



The Collector, Robert&Shana ParkeHarrison

Hay un hombre que se acerca hasta la orilla esperando que venga un zapato, pero el zapato no viene a la playa en la que el hombre lo espera. Pasa a veces con ciertos mensajes, le llegan a quien no los busca. El hombre lleva los bolsillos del pantalón agujereados porque muchas veces se echa en ellos piedras, chapas, trozos de madera, clavos llenos de herrumbre. Coge lo que encuentra en la calle, se lo lleva a su casa, lo pone todo en el suelo y con ello dice que quiere componer una sinfonía. Un día halló unas medias de mujer en medio de otras prendas metidas en una bolsa de plástico. Se metió una de las medias por la cabeza y la otra pierna le quedó colgando, como cresta de una extraña gallinácea. De tal guisa el hombre abordó por la calle a un repartidor de calambres, que le admitió la importancia de gestos sencillos e inútiles como ir a la playa a esperar un zapato navegante. Pero yo ya no, añadió, ya no más, dijo, ahora me dedico a regalar electricidad. Tiéndeme la mano, le dijo, como si se la quisiera estrechar. El hombre de la media en la cabeza no lo dudó y se estremeció en cuanto entró en contacto con la mano del otro. Decidieron reunir todas sus riquezas, inútiles como ellos mismos, antes del apocalipsis. Esa misma jornada antes de que se pusiese el sol metieron sus herramientas en un maletín roto como sus herramientas, rotas. Entre ellas, una pistola en perfecto estado que había perdido un hombre que la había usado en más de una ocasión. Se subieron a un tren sin billete, en el que los hombres de negocios leían la prensa. Bobo, por darle algún nombre a uno de nuestros protagonistas, le pidió a un lector de periódicos que le recortase la noticia que le pareciese. Para ello le entregó unas tijeras que sacó del maletín roto como rotas estaban las tijeras. El hombre obedeció como pudo y recortó algo. Gracias, señor, le dijo Bobo. He aquí un poema. Se lo vendo. Ante el gesto de estupefacción del pasajero metió la mano en el maletín y sacó la pistola. Mejor he decidido robarle la cartera. El otro se la entregó, qué iba a hacer. No sé si sería conveniente bajar del tren en marcha, le dijo Bobo a su compañero de fechorías, al que podemos bautizar como Bobini. Pero hacía ya mucho tiempo que los trenes iban a velocidades letales para quienes quisieran apearse en marcha. Bobo y Bobini fueron detenidos en cuanto llegaron a la estación término. Intentaron embaucar a los policías con algún truco, con juegos de palabras, con una puesta en escena existencialista: para esta echaron mano de la pistola. Pero nada les salió bien. Bobo y Bobini dieron con sus huesos en una prisión de máxima seguridad. Allí se hicieron con todo tipo de material prohibido: punzones, cuchillas de afeitar, tenedores, que usaban para escribir en las paredes proclamas inútiles, poco prácticas, pero muy interesantes. En más de una ocasión estuvieron en un aprieto, pero la suerte no siempre les dio la espalda.

lunes, 21 de marzo de 2011

Palabras sueltas



La fotografía es de Michael Jang

En un ascensor de un edificio de oficinas un hombre de repente dice en voz alta una palabra. Y dos plantas más arriba añade otra. La primera palabra le ha pillado a los demás por sorpresa. Nadie la ha entendido bien. Cada cual iba en sus pensamientos y la palabra soltada de improviso ha sido como esa piedra que cae en mitad de una laguna; en realidad no sabemos bien si ha sido una piedra o ha caído un conejo al agua, puede que un bebé, sólo vemos las ondas concéntricas que ha formado. El hombre ha dicho algo, pero no sabemos qué ha dicho, hemos alcanzado alguna consonante, una vocal. Unos dirían que la palabra ha acabado en “a”, pero alguien aseguraría que acababa en “i”. La segunda palabra que el hombre ha dicho ya los ha pillado a todos pensando en el hombre, pero tampoco la esperaban, quizás al hombre se le ha escapado de un pensamiento, una palabra determinante de una idea obsesiva de alguien que no ha podido reprimirse. Pero al menos tres tipos, con aspecto de oficinistas como ese hombre que no lo es, la han oído perfectamente. La tercera palabra la ha dicho el hombre cuando se han abierto las puertas del ascensor y han entrado dos mujeres. No ha sido un saludo. Las mujeres no le han hecho mucho caso, pero sus compañeros de viaje desde la planta baja no le quitan ojo sin mirarlo, son todo oídos para todas las palabras que de ahora en adelante quiera ir diciendo. Quien se tiene que bajar en la planta quince sin que el hombre haya abierto de nuevo la boca lo hace con cierta decepción porque desearía oír una nueva palabra, la número cuatro, que el hombre la pronuncia al tiempo que se saca un antifaz de un bolsillo. Entonces más de uno siente deseos de abandonar el ascensor, que le parece una trampa para ratones, donde el cuerpo queda a expensas de otro cuerpo que quisiera atacar. Pero un antifaz no es un arma. Un antifaz no tiene sentido ahora. El hombre se lo coloca y después dice la quinta palabra. En el piso diecinueve se bajan todos los demás, incluso quienes han pulsado números de plantas que estaban muy por encima. Estamos en el edificio más alto de la ciudad. Estas son las palabras que el hombre ha dicho: espejos, mente, antebrazo, regateo y tristeza. El hombre no suele subirse dos días seguidos al mismo ascensor, tampoco permanece mucho tiempo en la misma ciudad, hace lo que le gusta, que unas veces es lo que acabamos de contar y otras algo que poco tiene que ver.

jueves, 17 de marzo de 2011

Dobles



La fotografía es de Francois Brunelle

El festival internacional de dobles de personalidades se celebraba todos los años desde hacía unas cuantas décadas, pero el teatro de la ciudad ya no se llenaba de público para ver a los concursantes presentados invariablemente, como era protocolario, por el Elvis Presley del concierto de Las Vegas en 1970. En las primeras ediciones el festival tuvo un gran éxito de público y participantes, avalado por las televisiones nacionales que se disputaban su retransmisión. Con los años el fervor por los dobles había amainado, pero los organizadores, a los que les empujaba más la pasión que el éxito, mantuvieron una convocatoria anual mucho más modesta y discreta que las de los primeros años de la moda, incluso que las de su posterior eclipse. En el escenario, bajo las luces despiadadas de los focos, los dobles se mostraban a un público compuesto de adolescentes con ganas de cachondeo, ancianos desorientados y hombres solitarios que no encontrarían en la feria otro lugar más adecuado para pasar un rato de diversión sin ilusiones. Unos bebían y otros escupían las cáscaras de los frutos secos a los pies del doble de Obama, que a lo largo de su dilatada carrera había sido también doble de Gardel y de Chaplin entre los clásicos. Muchos dobles eran continuadores del oficio de sus padres. La doble de Lady Gaga era hija de la doble de Marilyn y del doble de Torrebruno. Había pocos dobles jóvenes, pero cuando aparecía uno su entusiasmo podía más que toda la sordidez que rodeaba al oficio en los últimos tiempos. De vez en cuando sus vidas recobraban algunos de los destellos de épocas pasadas, sobre todo si el cine o las campañas publicitarias echaban mano de algunos, pero lo normal era subsistir con otros oficios que nada tenían que ver con el mundo del espectáculo. Se decía que más de una personalidad famosa utilizaba dobles para sus apariciones en actos benéficos, en inauguaciones de pintura o en las visitas a los parvularios. Por eso había sido muy fácil propalar una leyenda según la cual quien recibió las noticias de los aviones que el 11 de Setiembre de 2001 se estrellaron sobre las Torres Gemelas mientras visitaba un colegio no fue el presidente de los Estados Unidos de América George Bush, sino su doble. Detrás del escenario aquel grupo de hombres y mujeres se concentraba para componer la personalidad falsa, fingida e imaginada de sus dobles a partir de noticias de la televisón y recortes de Youtube. Entre ellos varios imitadores de Mikel Jackson. Después de que empezase a sonar la música comenzaron a salir por el lado izquierdo del escenario para ir perdiéndose por el derecho y volver a aparecer segundos después por el izquierdo nuevamente, como si estuviesen dando rapidísmas vueltas al mundo que una y otra vez les hacían pasar por allí. La coreografía era precaria, las poses burdas, el sentido del ritmo inexistente. La música atronadora. El frío y el agua se colaban por los agujeros que los toldos de la carpa tenían abiertos en los costados y también en el techo. Sobre una mesa alta detrás del escenario había varias botellas, de las que se podían servir para entrar en calor. En una de las vueltas al mundo sobre el escenario ya iban cogidos de la mano, como dos buenos amigos, dos dobles que de otra forma se habrían odiado a muerte. Las fotografías que se hicieron de este espectáculo mostraban que el mundo real había desaparecido, que lo que quedaba era un espejismo, un reflejo lleno de tics, el deslizamiento procaz de su duplicación. Se exhibieron con gran éxito en una exposición el mismo año que por primera vez no se celebró el festival internacional de dobles de personalidades.

miércoles, 16 de marzo de 2011

Embalajes



La fotografía es de Joel Peter Witkin

Hay pedazos de hombre diseminados sobre la tierra a lo largo y ancho del mundo. Muchos de ellos son recogidos por hombres enteros para recomponer al hombre hecho rompecabezas; en ocasiones las piezas reunidas pertenecen a rompecabezas diferentes y hay que sacarlos del lugar en el que han sido colocados. Esta mano no va con este brazo, este tronco no es para esta cabeza. Es un juego divertidísimo: cuando las piezas son demasiado pequeñas o están muy echadas a perder hay que mandarlas a un laboratorio. Con los análisis de ADN ya nadie nos va a colar gato por liebre. Un pedazo de hombre que no es nuestro. Quiero a mi hermano entero, tal como salió de mi casa con una sonrisa, exige una mujer cuando le presentan el ataúd en el que todos los restos que hay dentro pertenecen, según las pruebas de ADN, al soldado sonriente al salir de casa, algo más serio, porque no se trataba de una broma, mirando más tarde, sólo unos días después, por el visor telescópico de su fusil. Pero el soldado ya no tiene lugar donde ser reconocido como hombre, su cuerpo ha saltado por los aires y se ha deshecho en cientos de pedacitos que podrían ser hoy servidos como pinchos aliñados a la moruna en una tasca, si algo así no nos repugnase, sólo pensar en algo así, solo bromear con algo así, como tantas veces ha bromeado el soldado mirando por el visor telescópico de su fusil, haciendo que a sus compañeros también les saliera una sonrisa en la cara como la que él llevaba al marcharse de su casa, contando chistes; qué chistoso el soldado hecho pedacitos. Al soldado chistoso que no lo reconocería ni su puta madre si lo viese en este momento dentro del ataúd, lo han envuelto, no obstante, en una bandera muy vistosa; cualidad de todas las banderas es que sea muy vistosa, que se vea desde todas partes y que llene los ojos de bandera, como si el soldado fuese una caja de bombones envueltos en celofán brillante y vistoso, como han de ser los celofanes. Y no viene solo el soldado chistoso hecho pedacitos del tamaño de bombones, envuelto en la enseña nacional, no, que viene acompañado de otros soldados, cada uno empaquetado como una caja de bombones. Enormes cajas de bombones del tamaño de un hombre tendido. Cada soldado siendo quien es según el ADN, que otra cosa sería si alguien de su familia lo pudiese reconocer. Aquí el enemigo ha estado fino. A los soldados los han dejado, efectivamente, que nos lo reconocen ni sus novias. Juntitos han venido en el avión, bien embalados, sujetos para que las turbulencias no los zarandeasen, cada pedacito, ¿nos lo imaginamos?, en un molde, con la forma de ese pedacito. Nos lo imaginamos, uno con forma de corazón, otro como si fuese una caracola, uno es oblongo y otro tiene forma de dedo, porque en efecto es un dedo. Tantos pedacitos de un hombre no pueden hacer que un hombre se sienta solo, tantos trocitos de hombres son algo así como la compañía de muchos hombres en un hombre solo, por mucho que las pruebas de ADN digan que todos estos bombones son el mismo bombón. Qué cara, Dios mío, qué cara pone todo el mundo. Qué cara de circunstancias. No pasa nada. Hay pedazos de hombres diseminados por todas partes; se trata de recogerlos, ordenarlos y presentarlos bien envueltos, preparados para un viaje, bajo una bandera.

martes, 15 de marzo de 2011

Los altavoces



Ficha de Arhur Bispo do Rosario en el sanatorio mental Juliano Moreira

Había un interno con un proyecto. Consistía en pintar de una manera tridimensional, hiperrealista y virtual el edificio con todas sus dependencias, módulos de atención a los externos, patio de recreo, salas de actividades, botiquín, dormitorios y aulas de castigo. Una pintura mural, la llamaba él, el pintor hiperrealista, tridimensional, que no usaba pinceles, que se limitaba a pasar las manos a pocos milímetros por encima de todas las superficies, con lo que quedaban representadas en su mente, levantado un espejismo superpuesto al edificio del edificio mismo, a sus dependencias y módulos, aulas de castigo, botiquín y dormitorios. Era necesario que él pintase con sus manos para que esa pintura existiese sobre los objetos como una funda. Había empezado siendo muy pequeño, de tamaño y de edad; el pintor virtual tenía una estatura infantil, pero se las apañaba bien para pasar las palmitas de sus manos de niño con una caricia casi imperceptible por encima de todos los objetos o seres que quería pintar sin pintura. ¿Qué hace este niño?, había preguntado la madre una vez. Ellos creían que acariciaba la fruta, pero él estaba pintando un bodegón hiperrealista y tridimensional. Las frutas quedaban envueltas por el espejismo de las propias frutas, que él podía contemplar, y si él lo podía contemplar, ¿por qué no iban a poder hacerlo los demás?, lo que un hombre puede hacer, también lo puede hacer otro. El interno que desarrollaba este proyecto quería primero pintar los espacios, luego los objetos y después a las personas. Acababa de retomar la pintura allí donde la había dejado el día anterior, en una baldosa despostillada, a la que le pasó su manita por encima como si quisiera insuflarle vida de baldosa despostillada en mitad del patio de recreo. Y siguió pintando, como todas las tardes, toda la tarde hasta que el sol comenzó a descomponerse en múltiples incendios en el rostro de aquellos hombres y mujeres que venían pasando su vida arrimados al muro, como si fuesen insectos refugiados en la verticalidad, alimañas protegidas en el corte de los planos, rincón sobre el que parecían haber caído vertidos desde arriba, adonde uno miraba mientras expulsaba los excrementos hacia abajo, otro se negaba a abrir los ojos, aquel que pedía que lo soltasen para emprenderla a golpes con su propia cabeza apaleada por cualquiera que tuviese ganas, puesto que no era extraño que si no podía castigarse le pidiera a los demás que lo hiciesen, lo que es natural que por un buen amigo se llevase a cabo con la alegría de poder complacerlo. Quien se bajaba los pantalones buscando dentro de su ropa un enorme lagarto, lo encontraba y se lo mostraba a los demás, que indiferentes recibían el riego espermático en el rostro. Uno no podía dejar de gritar su discurso a los cuatro vientos, levantando una poética de la enfermedad, del dolor, de la imaginación, que agotaría a cualquiera que no le quedara más remedio que escucharle. Quien se tapaba los oídos para no oír nada que ya no estuviese en su mente. Y una legión de hombres que tenían una fisonomía de pescados colgados de unos tendederos, puestos a secar al sol, con una vida amarga, oscura, indescifrable. Había megafonía allí. No solía usarse, porque muchos se asustaban al oírla. Comenzaban a llorar, a rezar los que habían aprendido a hacerlo. En otras épocas se había usado para poner música, pero ahora no se ponía música. Aquella megafonía era como el desagüe de un fregadero atascado. En cada rincón del patio un pequeño altavoz, una boca llena de óxido, desconchada, una mueca inmutable como la de esas máscaras de teatro, que en este caso ni sonreían ni estaban tristes. El pintor hiperrealista no había pasado todavía sus manitas de niño a pocos milímetros de esos altavoces. No tenían aún esa funda virtual de sí mismos, no eran el espejismo de la realidad de altavoces, en los que cualquier voz se atoraría, ya fuese una orden o una invitación. Como un faro abandonado, lo que verdaderamente quiere decir un faro que ya no se usa. Eso eran aquellos altavoces allí, en las cuatro esquinas del patio, como cuatro angelitos de la guarda sin eficacia.

lunes, 14 de marzo de 2011

La ciudad un jueves



La fotografía es de Jordi Cohen

Había poetas por todas partes y cantantes de tangos, había también muchas actrices que lo mismo hacían un drama de Ibsen que un peli porno. Ibas a comprar el pan y un físico cuántico te explicaba el principio de incertidumbre con una sonrisa, que es el mejor modo, no para comprender lo que quería decirte, sino el modo en el que quería decírtelo. No se trataba del mejor mundo posible, nadie lo quería, el mejor mundo posible. Los asesinos en serie tenían su gracia, pero la gracia de un asesino en serie será siempre relativa. Se jugaba al fútbol, se jugaba mucho, pero a nadie le interesaban los partidos. Hemos ganado, decían los ganadores y la gente se encogía de hombros. Los perdedores salían a pasear su derrota, entraban en los bares a beber como un perdedor ha de hacerlo, pero si alguien les tomaba una fotografía aparecían en ella sonrientes y espléndidos, como si acabasen de ganar una medalla en natación. La gente cantaba, joder, la gente cantaba en el autobús, así que si no querías participar en un musical ibas a los sitios dando un paseo. El asunto de este informe es dar cuenta de la concentración que tuvo lugar en la ciudad aquella tarde de jueves a la hora en la que meriendan las niñas, poco más o menos, me refiero a esas niñas que ya no lo son tanto, a las que mojar las galletas en la leche les empieza a parecer un puto aburrimiento. Todo el mundo tiene aquel jueves en su memoria, todo el mundo sabe lo que estaba haciendo aquel jueves antes de comenzar la marcha hacia el centro de la ciudad o hacia cualquier otra parte. Por todas las esquinas, desde todas las calles comenzaron a aparecer las parejas. Muchas de ellas eran un padre o una madre llevados de la mano por un hijo; los había muy pequeños, como de quince meses que tironeaban y señalaban al frente todo lo que se les ponía a la vista exigiendo que se les nombrase. Los mayores no se podían equivocar, si llamaban árbol al semáforo, los pequeños protestaban a gritos, así que había que ir muy atentos. Otras veces los hijos ya eran ancianos, qué diremos de los padres, sólo que ya no recordaban el nombre de lo que se les iba señalando para que se fijasen bien en todo, porque quizás llevaban años sin salir de la cama o de sus casas, con ese aire de albina transparencia que se les ponía. Otras parejas consistían en quien iba atado y quien guiaba con un collar de perros, también había quien se había subido a los hombros de su pareja y con las manos le tapaba los ojos para darle una sorpresa. Todo el mundo sintió el deseo irreprimible de salir a la calle. Los del centro salieron al extrarradio. Había grupos de muchachos con bolsas de plástico en las manos llenas de botellas para hacer cubatas, había profesionales a los que se les podía identificar por el uniforme. La calle se llenó. Desde arriba un helicóptero se dedicó a grabar y a hacer fotografías del fenómeno. Desde otras ciudades se miraba lo que estaba ocurriendo a través de la televisión y de internet. Desde un punto de vista cenital la ciudad parecía una enorme rodaja de pollo trufado. Finalmente, las autoridades tomaron cartas en el asunto, y como nadie parecía tener ganas de volverse a su casa, aparecieron los antidisturbios con su aire varonil. Pero les costó mucho, les costó mucho dispersar a quienes nada pedían, nada querían. Cuando sacaron las escopetas de los gases lacrimógenos todo el mundo les aplaudió y celebró la fiesta. Luego sí, los gases hicieron efecto y hubo mareos, toses, llantos y quebrar de huesos.

viernes, 11 de marzo de 2011

Las puertas



La fotografía es de Andreas Gursky

A las puertas del centro comercial había gente esperando que se abrieran las puertas desde hacía más de una hora. Por fin a las diez en punto los empleados se aproximaron desde el otro lado y accionaron la apertura para que los clientes, arracimados en la calle y protegidos de la lluvia con sus paraguas, fuesen pasando dentro. Se habían anunciado en los periódicos del día anterior varias ofertas muy atractivas. La gente inundó el recinto aliviada y se distribuyó entre los establecimientos con determinación de gastar dinero. Hubo parejas que dividieron sus esfuerzos temiendo no poder llegar a conseguir alguno de los productos puestos en rebajas si se mantenían juntos, así que cada cual se puso en colas diferentes. Los compradores solitarios tuvieron que conformarse y ver cómo los otros les sacaban ventaja. Las puertas del centro comercial, todas, se cerraron inesperadamente a la una en punto del mediodía. Sonó la alarma y enseguida hubo que revisar los dispositivos de cierre y apertura, pero nada, no respondían. En cada puerta se fueron formando dos tipos de grupos: los que desde el interior querían salir a la calle con sus compras recién hechas y aquellos que desde la calle, donde hacía un tiempo bastante desapacible, querían acceder al interior del centro comercial. Nadie parecía entender muy bien qué es lo que ocurría y en un primer momento tanto unos como otros pensaron que si cambiaban de puerta podrían entrar o salir. Pero se encontraron con la misma situación en todos los accesos. Después de unos minutos un responsable de la seguridad se acercó a todos los que querían abandonar el centro comercial para repartir unos bonos con los que podrían tomar un refresco y un tentempié en cualquiera de las cafeterías que se especificaban al dorso. La clientela aceptó con agrado el detalle y regresó al interior con la esperanza de que en unos pocos minutos, como les habían prometido, estaría solucionada la avería de las puertas. Los agentes de seguridad consiguieron que los clientes que se aproximaban a las puertas con idea de marcharse se dieran la vuelta contentos con las invitaciones que les entregaban. Quienes se encontraban al otro lado de las puertas con idea de entrar y no podían vieron lo que sucedía dentro, y exigieron una compensación para ellos mismos, puesto que estaban soportando un fuerte aguacero y algunos ya se habían mojado. Pero desde dentro no se les podía atender. Muy pocos renunciaron a su idea inicial marchándose a sus casas o a sus trabajos. La mayoría confiaba en que el problema se arreglaría pronto y, una vez dentro, quien más quien menos pensaba exigir un tratamiento similar al que habían recibido los clientes que no podían salir. No poder salir no es un perjuicio más grave que no poder entrar, dijo rápidamente una voz que se sentía autorizada. Dentro del centro comercial fue aumentando el número de gente que tenía intención de abandonarlo, a la que enseguida se le fueron ofreciendo diferentes modos de distracción con los que se sintieron más que satisfechos, felices. Sin embargo, entre los que seguían en la calle el descontento era cada vez mayor. No había aparecido allí ningún responsable de la empresa que les diese una explicación o que les compensase las molestias. Los ánimos se fueron encendiendo y hubo varias embestidas contra las puertas, ataques con los que no se consiguió nada, porque eran blindadas y estaban a prueba de vandalismos callejeros. Pasó tiempo suficiente como para que la situación comenzase a ser preocupante, pero desde dentro del centro comercial la crisis se iba gestionando con mucha habilidad. Surgieron conflictos entre los de fuera, peleas por el puesto que cada uno ocupaba para el momento en que las puertas volvieran a abrirse. Hubo momentos de pánico, empujones, alguien que se sofocaba y pedía auxilio. Y de ahi surgieron peleas mayores, amenazas, se blandieron armas. Aparecieron los radicales, que siempre se habían manifestado contra el centro comercial, no obstante ahora lanzaron cócteles molotov contra sus puertas, porque no se permitía el acceso a un grupo de ciudadanos. Los clientes que se habían quedado encerrados se percataron enseguida del peligro que se corría fuera y admitieron con mansedumbre su situación. Al fin y al cabo allí tenían de todo. Se les ofrecieron comidas, ropa de descanso, se organizó un comité que evaluó la situación y, después de un primer recuento, se calculó que estarían bien abastecidos durante tres semanas, quizás cuatro. Sólo le pidieron a Dios que los familiares y amigos que se habían quedado fuera pudieran resistir las embestidas de aquella crisis, que aguantaran con todas sus fuerzas, y eso les fueron diciendo por teléfono a sus novios, a sus hijas, a sus padres y hermanos, a cualquiera que de verdad fuese importante para ellos.

jueves, 10 de marzo de 2011

La nave



La fotografía es de Ricky Dávila

Y la nave va y empieza a naufragar en una deriva que la aleja por momentos de la costa llena de luces. Han estado muy cerca, un buen nadador en un momento de mar calmo hubiese alcanzado la playa en unas cuantas brazadas, pero allí nadie es un buen nadador, de hecho la mayoría nunca ha metido antes las piernas en el mar, que es como han accedido a la nave. El motor se ha parado y no hay quien sea capaz de ponerlo nuevamente en funcionamiento. La nave es arrastrada de pronto por una corriente que la devuelve a la oscuridad, lejos de las luces que palpitan en primera línea de costa. Lejos de las brasas de los cigarrillos de quienes asomados a las terrazas de los apartamentos de alquiler la vieron venir, primero aproximándose con los gritos de alegría entre el pasaje y luego estancándose entre las intempestivas olas que la mecieron, la levantaron y la dejaron caer como las manos que cogen tres huevos de gallina e inician los malabares, más tarde perdiendo el rumbo de la seguridad, arrastrados por un viento de traición, como uno de los huevos de gallina que se resbala de la mano y se chafa contra el suelo. Apenas se pueden iluminar en la nave con una linterna que va de rostro en rostro, sombras asombradas por la decepción de haber estado a punto de haberlo conseguido, alguien se lamenta de no haberse arrojado al agua, ya es tarde. Alguien decide arrojarse desesperadamente. Alguien abraza algo, a alguien, un diminuto paquete que palpita como si tuviese vida, que podría ser un pollo o un conejo, una pequeña mascota de granja, pero que es un bebé. Alguien más lleva otra mascota, y alguien más también. Pero la llevan dentro del cuerpo, en el vientre. La nave va atestada de mamíferos, hembras preñadas, nascituri, machos en celo, carne que, no lo dudéis, el mar se la va a tragar sin ascos, sin placer, sin juicio, porque sí, porque en él no hay otra cosa que abundancia, hermosura, fuerza y un filo de luna que lo perfora. Los pasajeros de la nave tararean canciones y no bailan en cubierta porque ellos no tienen sitio suficiente para hacerlo, como de sobra pudieron hacerlo los pasajeros de primera del Titanic, ya que según dicen la orquesta no paró de tocar en ningún momento, melodía de glú-glú, cuando a los instrumentos les empiece a entrar agua salada por sus agujeros, cuando por sus agujeros le empiece a entrar agua a los mamíferos que sacaron su pasaje de primera en la nave para hacer la ruta de costa a costa, de una costa a la que hay enfrente, porque viajar es un placer y a quién no le apetece conocer otros lugares. Lo que ocurre es que a veces las cosas vienen mal dadas, hay fallos mecánicos, hay fallos humanos, la naturaleza no colabora, la compañía que ha fletado la nave no es seria, el seguro que la cubre es ficticio, y la nave va y se pierde, para siempre.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Boda


El carácter áspero de los camareros que servían las mesas de aquel banquete de bodas era una señal más de la importancia social del enlace. Repartirían los solomillos con seguridad marcial y malencarada, ante la que ciertas dignidades militares que se encontraban entre los invitados harían gestos defensivos con las servilletas. La sangre no llegó finalmente al río ni la salsa a los chaqués. Todo había sido medido en cientos de convites similares a aquel que tan especial era para los presentes. Los novios eran el centro de atención de todas las miradas. Los invitados comían y bebían con placer y ganas de agradarse, aunque se acabaran de conocer, en algunos casos de reconocer. Más allá del aspecto extraordinario que todos habían adoptado en la vestimenta, ellos con trajes oscuros y chaqués, ellas con vestidos de noche, que en la calle les habían conferido aire de pájaros de extraño plumaje, dentro del salón nadie podría decir que aquel no acabaría siendo uno de los eventos sociales más elegantes de la ciudad. Vamos a pasar por alto los vivas a los novios y a los padrinos, los brindis entre mesas y los de los novios con cada uno de los asistentes, vamos a mencionar sólo de pasada lo bien que abrieron los novios el baile, puesto que habían recibido las pertinentes lecciones de vals, no nos pararemos en el ambiente de fiesta en la barra, entre los hombres que antes de salir a la pista necesitan tomarse un par de copas, ni con los que se unen fraternalmente en conversación porque ellos no bailan, y no es no. De repente se organizó una conga a la que enseguida se sumaron la práctica totalidad de invitados, exceptos aquellos para los que no es no, los que no bailan así dependa de ellos la armonía de las esferas celestes. La serpiente humana se estiraba, se encogía, saltaba en éxtasis danzarín o se rompía por aquellos eslabones donde el alcohol había hecho más efecto. Las manos pasaban de los hombros a las cinturas o de las cinturas a los hombros, buscando los tactos carnales con pericia, con torpeza, con atrevimiento, con timidez, con sofoco, con galantería, en algunos casos con la ampulosidad de los gestos grandilocuentes, pero eso motivaba tropiezos y había que ir al grano, a la carrera, al baile, al desafío de no perder ni el paso ni el cuerpo que guiaba. La orquesta aceleraba el ritmo de la música para que la conga se precipitase de nuevo hacia el salón, del que se había escapado por una puerta lateral en dirección a los jardines. Varias veces la serpiente obedeció a la llamada, pero volvió a escapar nuevamente afuera, adonde la música seguía llegando con nitidez, luego el bailarín de cabeza se dirigió a la parte más alejada del recinto y consiguieron bordear la piscina sin que nadie cayese en su interior. El personal de servicio acudió precipitadamente a una señal del jefe de camareros, que tenía aires de brigadier. Los empleados empezaron a llamarle la atención a los invitados para decirles que el acceso a aquella zona estaba prohibido, que conducir la conga por allí era muy peligroso. El bailarín de cabeza les guiñó un ojo como si hubiese comprendido perfectamente y estuviese ahora en sus manos sacarlos a todos del peligro. Más o menos hizo unas cabriolas como si estuviese montado en un caballo, que todos los que iban tras él fueron repitiendo consecutivamente, y se dirigió al extremo donde se hallaba la puerta de salida, por donde la conga fue pasando como un líquido espeso por un embudo. A los bailarines apenas les llegaba un tenue eco de música, que acabó por perderse conforme la serpiente danzante marchó a través de la autovía. Sin embargo, los músicos siguieron tocando las piezas que tenían programadas, a la espera de que tarde o temprano habría de regresar la conga que había huído. Aquellos para los que no es no, los que nunca bailaban, pidieron otra copa con curiosidad de ver en qué acababa aquel insólito acontecimineto. Quien más quien menos tenía entre los bailarines de la conga una novia, una hija, una madre o una hermana, pero nada en sus rostros o en su actitud dejaba traslucir tipo de preocupación alguna o incertidumbre.

martes, 8 de marzo de 2011

Videos relacionados con la entrada de ayer

Juan Carlos Rodríguez, el teórico:





Javier Egea visto por sus antiguos compañeros:



La canción de Astrud Qué malos son nuestros poetas curiosamente no está en Youtube, pero se puede oír aquí:

http://portinari.buzznet.com/user/audio/qu-malos-son-nuestros-poetas-30152/

Hay que cortar la dirección y pegarla en la barra.

lunes, 7 de marzo de 2011

Javier Egea y Luna Miguel, qué malos son nuestros poetas



Javier Egea (1952-1999). Poeta.

Luna Miguel (1990). Poeta.

¿Por qué ese empeño de los poetas en serlo?

Y algo más inquietante: ¿Por qué en parecerlo?

Ambos, él y ella lo son, ambos lo parecen.

Vamos al primero. Se pegó un tiro y se lo pegó de paso a sus compañeros de generación. A sus amigos. Los poetas son muy aficionados a los tiros. Los poetas son tipos violentos, irascibles, bajo cualquier pellejo de animal manso. Hay que ser cautelosos con los poetas, precavidos con los que triunfan (Luis García Montero), instalados en el discurso del poder, el mismo contra el que en su día reaccionaron, ahora reaccionarios ellos mismos. Prudentes con los que fracasan (Javier Egea), porque ya sabían ellos de sobra que la poesía no es otra cosa que fracaso. Y al final les vino largo. En sus versos estaba. Que no nos tomen el pelo los poetas. Mucho cuidado con ellos. Con los poetas vivos y con los poetas muertos. Javier Egea fundó junto con Luis García Montero y Álvaro Salvador, inspirados por el teórico Juan Carlos Rodríguez, un movimiento poético que se dio en llamar la otra sentimentalidad o la nueva sentimentalidad, traducido, cuando pasó los límites provincianos, como poesía de la experiencia. Hay un manifiesto que firmaron los tres. García Montero, se convirtió en adalid del movimiento, omnipresente poeta del poder político y cultural desde entonces hasta hoy mismo. Javier Egea, nunca aceptó formar parte del poder, lo que le llevó a cierto arrinconamiento entre sus mismos compañeros. Un culebrón que ha sido novelado por Felipe Alcaraz en La conjura de los poetas.
Todo esto viene a que la editorial sevillana Point de lunettes editó el año pasado Paseo de los tristes (1982) de Javier Egea. Mil ejemplares, de los cuales al menos he visto dos, uno en librería y otro en la biblioteca pública, que es el que he leído, estoy leyendo. Con lo difícil que es leer poesía. Uno nunca sabe cómo leerla, si en silencio, en voz alta o bisbiseando. La poesía en voz alta le da al lector herraminetas de poeta, en silencio la poesía casi que no se comprende y el bisbiseo es ridículo. Bueno, pues de las tres formas estoy leyendo Paseo de los tristes, que más allá de lo que históricamente representa, es una poesía de hombre, tiempo, amor, soledad, lenguaje, fracaso y poder.



Vamos a la segunda, ¿se acuerdan, Luna Miguel? Tiene un blog, es joven y mediática. Retransmite sus tatuajes y no tiene reparos en mostrarnos unas bragas usadas sobre un montón de ropa sucia en una esquina de su habitación. Me voy a referir aquí a su librito Estar enfermo, que publicó en 2010 en La Bella Varsovia. No sé cuántos ejemplares se habrán imprimido. Yo tengo la segunda edición, también de la biblioteca pública. Son poemas escritos entre los 16 y 18 años. Hay que ser precavido, cauteloso y prudente con los poetas de esas edades. La adolescencia es una edad ingrata, peligrosa, absurda. A Luna Miguel no hay que hacerle mucho caso, pero la puedes leer en voz alta. Más allá del triunfo de la imagen y la marca de poeta, es una poesía de mujer, cuerpo, tiempo, amor, soledad, lenguaje y enfermedad.

Los poetas no se conforman con escribir poemas, con fingir que son poetas. No lo hacen. Los poetas, por mucho que ellos digan, no saben fingir, pero sobre un teatro de falsa autenticidad gesticulan noblemente. A los poetas siempre hay que tirarles un tomate después de leerlos. Los poetas escriben poemas, pero eso no es bastante. Hay que triunfar como poeta (poeta del régimen), hay que fracasar como poeta (poeta maldito), hay que ser veloz como poeta (poeta adolescente).




Nos lo avisaron los de Astrud:

Autor de la letra - Manolo Martínez / Genís Segarra / Eduard Alarcón
Autor de la música - Manolo Martínez / Genís Segarra / Eduard Alarcón

Manolo: voz, teclados, guitarra acústica y coros.
Genís: teclados y voz.
Eduard: bajo eléctrico.



Letra

Qué malos son, qué malos son,
qué malos son nuestros poetas.
Qué malos son, qué malos son,
qué malos son nuestros poetas.

Sólo hay que leer las cartas
que Guillén mandó a Salinas,
o escuchar a Gil de Biedma
leído por Carod-Rovira para verlo.

Qué malos son, qué malos son,
qué malos son nuestros poetas.
Qué malos son, qué malos son,
qué malos son nuestros poetas.

Sólo hay que mirar las fotos,
están en las hemerotecas.
Dámaso Alonso en El Pardo
y Luis Cernuda en Acapulco.

Los que se hicieron ricos,
los que murieron pobres,
enfermos, en el exilio,
Leopoldo y sus dos hijos, todos ellos.

Qué malos son, qué malos son,
qué malos son nuestros poetas.
Qué malos son, qué malos son,
qué malos son nuestros poetas.

Preguntadle a la viuda de Alberti,
si pudiera hablar Zenobia,
si estuviera vivo el bendito
padre de Jorge Manrique.

Si lo supiésemos todo
sobre algunos,
tanta metáfora
y tan poca vergüenza todos ellos.

Qué malos son, qué malos son,
qué malos son nuestros poetas.
Qué malos son, qué malos son,
qué malos son nuestros poetas.

Quevedo el putero y Góngora el lameculos,
Garcilaso el usurero y Rosalía la ludópata,
el maricón de Lorca y Bécquer,
que era un poco mariquita también.

Ferrater el desgraciado,
Gimferrer el pervertido,
los hermanos Machado,
el drogadicto y el maltratador.
San Juan de la Cruz
y Santa Teresa de Jesús.

Qué malos son, qué malos son,
qué malos son nuestros poetas.

domingo, 6 de marzo de 2011

Un día en la playa


La fotografía es de Martin Parr

Había una pizarra en el hall del hotel donde se ponían notas a los grupos de turistas. Servía también para avisos entre clientes particulares o para acordar la hora del bingo en la piscina. Allí apareció una convocatoria para ir al día siguiente a la playa. Era necesario que saliera un número mínimo de interesados, que tenían que apuntar su nombre en una lista adjunta. En estas ocasiones suele aparecer un gracioso que inscribe a un personaje conocido, más o menos esperpéntico o extravagante. A alguien se le ocurrió apuntar a Lola Flores, luego vino otro, o el mismo de antes con letra diferente, para insistir en la broma, añadiendo al Pescailla. El grupo resultante se concentró a las diez y media en la puerta del hotel. En efecto, allí estaban la difunta canatora y bailaora y su difunto esposo, guitarrista precursor de la rumba catalana. Falsos. Imitadores suyos que actuaban en el tablao del hotel. El grupo se alegró muchísimo de contar entre sus integrantes a dos personalidades como aquellas, a dos artistas de su categoría, aunque no se tratase de los originales, principalmente porque ya criaban malvas. De lo contrario, esto es, de seguir vivos, a ninguno de los miembros del grupo les hubiera extrañado contar con ellos en el autobús que los conduciría hasta la playa. Así es, se asume pronto que cualquier cosa no sólo puede ocurrir, sino que podría haber ocurrido mejorada, aumentada, elevada a su mejor potencia. El viaje transcurrió entre los vómitos de los que se marearon y las canciones de los que cantaron a través de una interminable sucesión de curvas. Había quien nunca se había bañado en el mar y también quien presumía, mientras se secaba los chorros de sudor de la cara con un pañuelo que no diríamos que no había usado antes para los mocos, de hacer aquella excursión a la playa todos los veranos desde hacía y pico de años, según su propio modo de decir. El aire acondicionado funcionaba mal, que es lo mismo que no funcionar, pero el conductor del autobús insistía en que funcionaba, aunque mal. No discutiremos. Olía a cremas, bronceadoras, protectoras, y se respiraba un aire sofocante y aceitoso, pero nadie se quejaba de nada, todos los viajeros camino de la playa hacían el trayecto entusiasmados. Había cuerpos rollizos que afortunadamente decidieron compartir sus vidas, lo que en aquella situación se traducía en el asiento doble, con otros encanijados. Las parejas en las que ambos miembros estaban entrados en carnes decidieron intercambiarse con parejas en las que sus componentes tenían esculturas escuchimizadas. Todo tenía arreglo menos una cosa, repetían unos y otros, con esa sabiduría no por sobada menos certera. En las cestas de abigarrados colores habían metido las bolsas de plástico con los bocadillos, la lata de refresco y el plátano que componía el picnic, incluido en el precio total de la quincena en el hotel. Más de uno no pudo soportar su curiosidad y se atrevió a romper el precinto bajo el que se guardaban aquellos manjares, lo que provocó que el aire se impregnase también con esa pestilencia azucarada y exótica de las bananas o de los plátanos, cuestión de si eran una cosa u otra, con lo que se abrió un debate que provocó la apertura de más bolsas de picnic y la densidad odorífera en el aire estancado lo hizo casi irrespirable. Todos cantaban, reían o expulsaban los líquidos biliares con un gran frenesí y una voluntad enorme para la diversión, a pesar de los achaques, las dolamas y los reveses de la vida. Se bajaron del autobús entre bromas bananeras o plataneras, con efusivas despedidas del conductor, que verían unas horas más tarde. Inundaron la playa como una plaga, primero se concetraron en una mancha multicolor, deforme y de una carnalidad desmesurada, que después se fue diluyendo entre los bañistas que ya tenían marcado su territorio mínimo con una toalla tan imposible de olvidar como de recordar. Cuando se cruzaban en el paseo por la orilla no dejaban de saludarse entre risotadas y bromas sobre las que sólo los miembros de aquel grupo tenían verdadero alcance. Lola Flores y El Pescailla se separaron enseguida. Ella, que estaba tostada como un habano, se tumbó al sol, porque todo era poco. A él lo recibieron con entusiasmo en el chiringuito. Ya lo estaba esperando en la barra un vaso de tinto con Fanta de limón, que en un glups se echó gaznate abajo.


La fotografía es de Bruce Gilden

sábado, 5 de marzo de 2011

Palacio


La fotografía es de Naomi Harris

La caravana de furgonetas y camioncillos renqueantes entró segura en su marcha dentro de la ciudad medieval o renacentista o histórica, de piedra, ¿o de cartón-piedra?, decorado para malas películas de época que se rodaban allí, para anuncios televisivos, sede de ministerios, conjunto artístico, vacinilla del onanismo institucional, placas de calidad europea, sellos de identificación comunitaria y logotipos de una imagen que quería exportarse universalmente, todo lo que se podía venir al traste con aquella invasión plebeya de gentuza poco aseada, mal afeitada, de imposible ducha cada día. La caravana de vehículos, que no conocían la inspección técnica obligatoria, manejados con pericia por conductores que nunca habían asistido a escuelas de conducción, avanzó contra las señales que prohibían el sentido de esa marcha y superó los pivotes levadizos, disuasorios para el tráfico no autorizado. La caravana colonizadora llegó a una plaza con iglesia de san pablo, con palacio de señores de la guerra privilegiados por los reyes católicos, marcada noblemente en sus fachadas con escudos y blasones nobiliarios, con las enseñas de color granate y las letras de oro que anunciaban un restaurante con sus productos de caza mayor y sus platos típicos de la región, en la que a esa hora madrugadora, intempestiva para todo quisqui, no había ni un alma. Bueno, un gato sí que cruzó por delante de la camioneta que abría la expedición, a cuyo volante se encontraba un hombre de pocas letras, menos leyes aún, pero de temerarias decisiones, que había conocido los trullos más importantes, proveniente además de una larga y prestigiosa saga de chatarreros, asentados sus reales a lo largo de todos los poblados chabolistas del país, cuyo mapa los estudiosos no terminaban de fijar con exactitud. ¿Pero un gato en esas circunstacias de ocupación y criminalidad no representaría aquí al mismo demonio? Todos los conductores eran como el primero, de modo que si el gato se hubiera cruzado por delante del cuarto o quinto vehículo las palabras anteriores se podrían haber referido a sus conductores. Eran una legión. Pero una legión no de soldados, a cuya disciplina y organización no consentían someterse, sino de ocupas con chiquillos moqueantes, señoras rollizas, abuelos paralíticos y sonados, a veces poseídos por la lujuria. Una legión de gentuza de todas las edades. Llamamos gentuza aquí a lo que no sé si un día se llamó gente, pero calificados así por quienes se reservan para ellos esa denominación, que parece haberse convertido en una marca de origen también, como el jamón de jabugo o la torta del casar, con toda su garantía de excelencia. No ofrecía, por supuesto, aquella plaga plebeya ninguna garantía de excelencia ni de obediencia ni de ninguna otra cosa de bien, allí solo había garantía de mogollón, de conflicto, de roturas, de poca higiene, mucha fritanga, despreocupación por las consecuencias y jaleo, ruído, musica alta por los altavoces y un idioma retorcido hasta límites imposibles de expresión, risotadas y más risotadas infantiles, mujeriles, en fin, PROBLEMAS. Los vehículos no podían apagar sus motores, que tosían como moribundos crónicos, hasta estar seguros de que no habría que volver a arrancarlos, así que se celebró una reunión de legionarios frente a la placa de san pablo y se decidió que entrarían en la señorial casa de la esquina, que según las observaciones parecía la más soleada de todas. Se procedió entonces a la rotura de la puerta, que fue violenta, explosiva, y luego a la descarga de enseres y colchones. En una maniobra marcha atrás de uno de los caminones la caja del mismo chocó contra la irrompible placa de metacrilato que se hizo añicos, allí donde figuraba cuál era el organismo institucional que tenía su sede en tan noble e insigne edificio.